domingo, 30 de diciembre de 2007

El tirano en la intimidad

La familia

Parece que los grandes dictadores, como los grandes genios, pierden mucho si se les trata de cerca.

En la biografía de Franco , de Paul Preston, lo que destaca es la vulgaridad de sus gustos, la trivialidad de sus aficiones.

Carlos Castilla del Pino visitó una vez la biblioteca de El Pardo y en sus anaqueles sólo vio volúmenes del Anuario de la Diputación Provincial de La Coruña.

En el libro de Paul Preston, una de las más reveladoras notas sobre el carácter de Franco lo da el sacerdote que fue su capellán durante cincuenta años: " Quizá era frío, como han dicho algunos, pero nunca lo aparentó. En realidad nunca aparentó nada".

Atribuimos a los dictadores una maldad de opereta, una grandeza monstruosa y luego se descubre, años después de su muerte, a un hombre aburrido y mezquino que se levanta tarde y pasa medio día en pijama.

"Detrás del rostro que nos mira no hay nadie", decía Borges . Franco, a quien en nuestra adolescencia imaginábamos dotado de una maldad y poderío reluciente, pasaba las tardes jugando a la brisca, veía un poco la tele, rezaba el Rosario con su esposa y se acostaba a una hora prudente.

A la vez, en esa adolescencia, empezábamos a odiar a Franco y también - aunque no era mi caso, sí el de algunos amigos - a admirar a Mao Zedong. el rigor intelectual y político. En La vida privada del presidente Mao, testimonio de su médico personal, se descubre la banalidad de quien era el fondo de lo más secreto de la Ciudad Prohibida. Mao no se lavaba nunca, dormía a deshoras, pasaba semanas en pijama, casi sin levantarse de la cama.

El viejo mezquino, Mao, no mantenía relaciones conyugales con su mujer, pero disfrutaba de la compañía de muchas jóvenes. Mao, que se negaba a ser tratado de enfermedades sexuales, contagiaba con Trichomonas vaginalis a sus parejas, las cuales consideraban su enfermedad como un honor.

Detrás de todo esto queda una sensación de impostura incluso en la maldad.