sábado, 22 de noviembre de 2008

La sexualidad de Grecia y Roma


Según la mitología griega el seductor Zeus se enamoró tan ardientemente del joven Ganímedes que le secuestró, le llevó al Olimpo y le convirtió en su amante. También Apolo sucumbió a la belleza de Jacinto, un adolescente mortal, a quien se entregó incondicionalmente. Aquiles y Patroclo fueron más que amigos durante la Guerra de Troya.

Son muchas las historias mitológicas que giran en torno al amor entre hombres, muchas veces dioses o semidioses y jóvenes, que sirven de ejemplo del pensamiento heleno con respecto al amor homosexual masculino, el más perfecto y puro según su cultura.

En la realidad, fueron célebres las relaciones entre Alejandro Magno y Hefestión o entre Platón y varios de sus alumnos. Y ya en Roma, el amor entre el emperador Adriano y Antinoo, o el apodo de Julio César: Hombre de todas las mujeres y mujer de todos los hombres.

A cualquiera de ellos hubiese sido absurdo plantearles: ¿Homosexual o heterosexual? ¿Bisexual? Ninguno de ellos lo hubiese entendido porque se trata de conceptos modernos, nacidos a raíz de las sociedades industriales. En la Antigüedad, ni griegos ni romanos contaban con identidades sexuales definidas. Los primeros amaban la belleza, y los segundos, el placer, aunque tuviese que ser discreto. Además, ambas culturas fueron precedentes a la difusión del ideal moral judeocristiano de pecado, que criminalizó el erotismo en general y cualquier relación sexual sin la reproducción como fin.

Pero no nos engañemos, tanto la Grecia clásica como Roma están muy lejos de poder ser consideradas culturas libres, sexualmente hablando. Existían reglas tácitamente aceptadas que no estaba permitido transgredir. Esto podía conllevar ser criticado públicamente por comportamiento indigno, multas o ir a la cárcel. Una de las normas a respetar era la diferencia de edad.

Se permitía la unión entre un maduro ciudadano y un adolescente, pues mantener una relación duradera más allá de la edad adulta significaba el escarnio público. De hecho, en la Grecia de Pericles era una tradición imprescindible que los jóvenes futuros ciudadanos mantuviesen este tipo de relaciones como parte de su educación. El adolescente, tras el cortejo y el beneplácito de su familia, se convertía en el amado (eromenos) del adulto (erastes), quien adoptaba a partir de entonces el papel de maestro y protector.

La idea era que el erastes guiase al más joven y le mostrase a la vez, los placeres de la vida. Cuando el joven dejaba de ser imberbe, la relación debía terminar. Entonces, el incipiente ciudadano se casaba y pasados unos años se convertía a su vez en el erastes de otros jóvenes.

Estas relaciones eran complementarias al matrimonio o las visitas a los prostíbulos y eran consideradas puras y perfectas por los griegos ya que se basaban en la mutua admiración. El joven accedía a los secretos de la areté (perfección de la virtud intelectual). El adulto, por su parte, tenía la oportunidad de gozar del ideal sublime de belleza griega: el joven cuerpo masculino, plasmado en esculturas, pinturas y mosaicos. En la cama, los papeles también estaban repartidos. El erastes era el activo porque se le presuponía el vigor y virilidad de un atleta o soldado y el eromenos, el pasivo. La pasividad en las relaciones homosexuales fue criticada o censurada.

En Roma, heredera de los ideales clásicos, la familia se convirtió en el núcleo de la sociedad y el papel del maestro lo ocupó el padre, quedando fuera el componente sexual. Desaparecieron, al menos de forma pública, las relaciones entre adolescentes casi impúberes y patricios adultos. La homosexualidad se practicaba, pero de forma discreta. Se toleraba mientras no pusiese en peligro a la familia, la gran institución romana. Como ejemplo, la infidelidad con otra mujer se consideraba mucho más grave que con un hombre. En esta tolerancia subyacía que el matrimonio debía ser protegido porque era el instrumento para perpetuar el imperio, pero las relaciones homosexuales eran sólo por placer. La prostitución masculina se generalizó. Era natural que un patricio acudiese a gozar tanto con jovencitas como con efebos. Era una forma más de obtener placer, sin ninguna carga moral. Tanto es así que los padres de la élite romana solían comprar un esclavo a sus hijos para que pudiese volcar en él los ardores adolescentes.

Pero cuando el cristianismo se asentó (siglo IV-V), todo cambió. Fundamentalmente en un aspecto: la tolerancia.

En primer lugar la historia de Roma tiene 1200 años, hubo hombres como Catón el viejo que representaban lo más romano entre lo romano y que renegaba de estas influencias griegas. El amor efebo tuvo fuerza en la grecia arcaica, clásica, y helenística, pero a medida que avanza el imperio se va apagando, y ya no digamos a partir de Constantino. Pero de todas formas en el siglo II d.c. esas costumbres griegas, y esas infidelidades tan comunes en el siglo I a.c. y I d.c. ya no serán tan acusadas, y comienza a proliferar la literatura sobre las parejas heterosexuales.