martes, 2 de diciembre de 2008

El turista accidental

Frank Gehry, edificio caótico.

La más simple observación revela que la fatalidad accidental nos llega por aquello mismo que nos hace disfrutar o vivir. Y eso nos permite la inversa, la felicidad accidental.

Dicen que si todos nos portáramos como es debido, no ocurriría nada accidental, lo que además de no ser cierto, no seríamos los mismos, con los mismos afanes, con los mismos caprichos. ¿Podemos estar vivos, pero impunemente?. Ya lo advertía Montaigne, no morimos por estar enfermos, sino por estar vivos.

Hace un año, un anuncio de fomento de la lectura se hizo famoso. Lo que la gente desconoce es que era una historia oriental que cuenta Jean Cocteau y luego relata Boris Karloff en su aparición en la primera película de Bogdanovich, Targets. Si recuerdan, versa sobre el criado del sultán que escapa de Bagdad porque ha visto cómo la muerte le amenazaba con gestos y huye a Samara. Luego el sultán se topa con la muerte y le inquiere porqué ha amenazado a su sirviente, a lo que responde que en realidad era un gesto de sorpresa al verle en Bagdad, pues debía apoderarse de él en Samara.

La aventura de la libertad sólo se explica por la negativa a aceptar la necesidad de lo que acontece, por la afirmación de la contingencia del futuro. Si ante una catástrofe nos erigimos exigiendo mayores y más precisas rutinas, frente a las miles de minúsculas rutinas que rodean nuestra existencia nos debatimos soñando con rasgar el velo. para que asome una gota de luz, un poco de belleza, algo de verdad. Aunque existan causas que pueden explicar por qué ocurren las cosas, éstas nos ocurren porque sí.

Y curiosamente son a la postre estas cosas que ocurren porque sí las que realmente cuentan, las que, cuando nos contamos eso que es nuestra vida, forman los momentos mayores que articulan la trama de nuestra biografía. Son catástrofes, casualidades, imprevistos, contratiempos, coincidencias, sorpresas que parecen dotados de una extraña necesidad. Hasta tal punto que acaban por dibujar un rostro, el nuestro, desde esa forma vacía que los saberes denominan azar.