miércoles, 11 de marzo de 2009

Hitler, Kubizek y apártame de ese iluminado

Allá por el invierno de 1908 el joven Hitler vivía en Linz, un pueblecito austríaco cercano a la frontera alemana. Ya desde esa temprana juventud se había sentido atraído por las narraciones de las viejas leyendas alemanas.Y por descontado las operas del compositor alemán Richard Wagner, y su grandioso universo asociado a antiguas leyendas nórdicas sobre el santo grial y otros temas mitológicos, como el anillo de los Nibelungos, lo que no pasaba desapercibido para el hijo del aduanero, aspirante entonces a arquitecto o pintor reconocido.

Kubizek

Su único amigo entonces, August Kubizek, recordaría años después una fecha concreta de una desapacible tarde de noviembre. (Memorias de Kubizek, llamadas El joven Hitler que conocí) Esa noche representaban Rienzi una opera wagneriana donde se narraba como el pueblo de Roma era subyugado por la nobleza; los hombres son obligados a la servidumbre, las mujeres y doncellas son deshonradas y ultrajadas. Pero en un momento concreto, de entre la multitud surge Rienzi, un hombre del pueblo, sencillo y desconocido, el liberador de su nación.

La escena generó una honda impresión en los dos jóvenes y la tensión siguió en aumento cuando Rienzi, tras llegar al poder en Roma, es traicionado por sus propios seguidores que acaban asesinándolo. Conmovidos presenciaron la caída de Rienzi. Al final, abandonaron en silencio el teatro siendo ya medianoche. Kubizek recuerda: "Mi amigo caminaba por las calles, serio y encerrado en sí mismo, las manos profundamente hundidas en los bolsillos del abrigo, hacia las afueras de la ciudad. Esto me asombró". Le preguntó su parecer sobre la obra. "Entonces Adolf me miró extrañado, casi con hostilidad".

La húmeda y helada niebla se extendía densa sobre las estrechas y desiertas callejuelas en medio de la noche. Los acelerados pasos resonaban extrañamente sobre el adoquinado. Tomaron un camino que pasaba por delante de las pequeñas casitas de los arrabales de la ciudad.

"Ensimismado, mi amigo caminaba delante mí. Todo esto me parecía casi inquietante. Adolf estaba más pálido que de costumbre. El cuello del abrigo levantado reforzaba aún más esta impresión. No había ya nadie a nuestro alrededor. La ciudad estaba sumida en la niebla... Como impulsado por un poder invisible, ascendió hasta la cumbre del Freinberg (la cumbre mas alta de la zona). Y ahora pude ver que no estábamos en la obscuridad, pues sobre nuestras cabezas brillaban las estrellas".

"Adolf estaba frente a mí. Tomó mis dos manos y las sostuvo firmemente. Era éste un gesto que no había conocido hasta entonces en él. En la presión de sus manos pude darme cuenta de lo profundo de su emoción. Sus ojos resplandecían de excitación. Las palabras no salían con la fluidez acostumbrada de su boca, sino que sonaban rudas y roncas... Nunca hasta entonces, ni tampoco después, oí hablar a Adolf Hitler como en esta hora en la que estábamos tan solos bajo las estrellas, como si fuéramos las únicas criaturas de este mundo. Me es imposible reproducir exactamente las palabras que mi amigo dijo".

"En estos momentos me llamó la atención algo extraordinario que no había observado jamás en él, cuando me hablaba lleno de excitación: parecía como si fuera otro. Pero no era, como suele decirse, que un orador es arrastrado por sus propias palabras. ¡Por el contrario! Y tenía más bien la sensación como si él mismo viviera con asombro, con emoción incluso, lo que con fuerza elemental surgía de su interior. No me atrevo a ofrecer ningún juicio sobre esta obsesión pero era como un estado de éxtasis, un estado de total arrobamiento... En imágenes geniales, arrebatadoras, desarrolló ante mí su futuro y el de su pueblo... hablaba de una misión, que recibiría un día del pueblo, para liberarlo de su servidumbre y llevarlo hasta las alturas de la libertad... El silencio siguió a sus palabras".

Treinta años después Kubizek, su amigo de juventud, quedo asombrado cuando Hitler recordó a la señora Wagner en cuya casa habían sido invitados, la escena que había tenido lugar después de la representación del Rienzi en Linz. Tras el relato, Hitler le dijo seriamente: En aquella hora empezó.

No fue la unica ocasión en que sucedieron ese tipo de fenómenos. En las cartas que enviaba desde la trinchera el cabo Hitler en la primera guerra mundial, se advierte con la creencia de que debe la vida a una cadena de milagros; que los escudos le protegieron una y otra vez; que mientras la mayor parte del regimiento era sacrificada en un baño de sangre, él gozaba de la protección especial de la Providencia.

En ese sentido, es interesante una experiencia ocurrida en la primera guerra mundial que relataría a la periodista Janet Flanner. Según diría Hitler a la periodista: "me encontraba cenando en una trinchera con varios compañeros de milicia y de pronto sucedió lo impredecible. Repentinamente pareció que una voz me decía ¡levántate y vete allí!. La voz era tan clara e insistente que automáticamente obedecí, como si se tratase de una orden militar. De inmediato me puse en pie y caminé unos veinte metros por la trinchera. Después me senté para seguir comiendo, con la mente otra vez tranquila. Apenas lo había hecho cuando, desde el lugar de la trinchera que acababa de abandonar, llego un destello y un estampido ensordecedor. Acababa de estallar un obús perdido en medio del grupo donde había estado sentado. Todos sus miembros murieron".

Moraleja de todo ésto: No sientas que tienes una misión que cumplir, porque lo pagará el prójimo.