lunes, 24 de noviembre de 2008

Apuntes sobre el placer

El Partenón. De Wikipedia


Algunas ideas extractadas del maestro Antonio Escohotado:
Los antiguos atenienses no parecían tener ningún complejo en practicar libremente el sexo. Los griegos no tenían ningún problema con el sexo, porque no fueron ascéticos, pero les aterrorizaba el alcohol. Los jóvenes tenían prohibido beber, lo mismo que las mujeres, salvo que fueran cortesanas. Platón afirma que los viejos deben hacer libaciones a Dioniso (entiéndase beber) cada vez más frecuentes, pues nada alivia en mayor medida las miserias de la senectud. Grecia fue un importante exportador de vino, y Dioniso (el Baco de los romanos) era un dios terrible, símbolo de lo irracional y salvaje. El mejor testimonio lo encontramos en Las Bacantes, la tragedia de Eurípides, donde Dioniso inspira canibalismo y parricidio.
Los romanos tenían el mismo problema con el vino, lo heredaron de los griegos. Durante la República, cuenta Tito Livio la historia de una mujer que fue sorprendida con las llaves de la bodega y condenada a no salir de allí hasta haber muerto de hambre. La costumbre se relajó al progresar el Imperio y el vino borró su estigma al identificarse con la sangre de Cristo en el rito de la misa. Como ocurre con otros vicios y placeres, nos fuimos acostumbrando y hacia el siglo XIII aparecieron los aguardientes. Desde entonces, el alcohol ha sido un fiel compañero para buena parte de la humanidad.
Volviendo a los griegos, aquella cultura fue admirable. Grecia brilló dos siglos y luego acabó devorada por su propio éxito, que la llevó a entregar todo el trabajo a esclavos y entrar en una decadencia por recesión. Por lo que se refiere al sexo, los grandes problemas llegaron con el cristianismo, aunque los romanos ya habían prohibido con anterioridad los ritos báquicos. Livio cuenta que miles de personas fueron ajusticiadas por participar en ellos.
En las bacanales se ingerían todo tipo de drogas. Eurípides cuenta que Ulises dio de beber a Polifemo un vino tan fuerte que debía ser aguado en cuatro quintas partes, so pena de enloquecer. Quizá los cargaron con extractos de belladona, beleño, hachís, opio, cáñamo e incluso hongos. Lo mismo ocurría en las celebraciones de la gran institución religiosa griega, los Misterios de Eleusis, que persistió hasta la caída del Imperio Romano. La inefable impresión que el ritual causaba en sus peregrinos sólo puede explicarse por magia o por química. Entre sus iniciados se encontraban Platón, Aristóteles, Cicerón, Adriano o Marco Aurelio, todos ellos prototipos de sobriedad intelectual. Fueron los obispos cristianos de Alarico quienes destruyeron el santuario eleusino.
En los Misterios de Eleusis según investigaciones de Albert Hofmann y otros. los iniciados pudieron consumir un brebaje preparado a partir del cornezuelo del centeno, que sigue creciendo allí en una variedad especialmente poco tóxica. Los sacerdotes eleusinos se llamaban hierofantes (“reveladores de lo sagrado”) y psicopompos (“los que ponen de manifiesto lo anímico”) e imponían a sus iniciados la llamada reserva mistérica. Todos juraban por su vida no revelar nada sobre el rito de iniciación. Pero no ya en Eleusis y en otros cultos mistéricos del Mediterráneo, sino en Asia, África y América es evidente que las comuniones religiosas previas al monoteísmo se hacían con sustancias psicoactivas.
Al respecto, Epicuro alertó contra quienes viven de vender la vida eterna, y asustan con infiernos. “Sólo cabe temer –dijo– el dolor que acompaña al acto de estar vivo”. Por lo demás, el placer epicúreo, la hedoné, tiene mucho de severidad y matemática; el camino de una vida sensata consiste en evitar que placeres menores nos desvíen de placeres mayores. Evitar los excesos, incluso los copulativos. Imagínese un profesional del porno, que tras horas de trabajo acaba sintiendo incomodidad en las zonas evocadoras del goce carnal.
Los primeros cristianos aborrecieron el pensamiento de Epicuro. ¿Qué hacer con alguien que tildaba de dementes y manipuladores a quienes metiesen miedo con el más allá? Durante el breve retorno al paganismo que representa Juliano el Apóstata sabemos por el propio Juliano que las obras de Epicuro ya eran difíciles de encontrar. Pero de los centenares de escritos de Demócrito, otro gran moralista ateo, tampoco ha quedado prácticamente nada. Gran parte de la memoria antigua desapareció con el incendio de Alejandría y de las demás bibliotecas públicas romanas.
Roma heredó como decimos una parte de esa actitud, pero matizada; mantuvo vigente una norma –si no recuerdo mal, la Lex Escantinia– que preveía enterrar vivo al invertido sexual. Sin embargo, en Vidas de los Doce Césares, Suetonio menciona a emperadores pederastas como Tiberio en su vejez, emperatrices disolutas y orgías como las organizadas por Calígula y Nerón. Historiadores posteriores cuentan otro tanto de Cómodo y alguno más. Por ejemplo, Adriano fue sin duda homosexual. Las clases privilegiadas se permitían ciertas veleidades prohibidas al resto. A pesar de las abundantes historias libertinas de conocidos personajes históricos, como Mesalina, los romanos fueron sinceramente autoritarios en estas cuestiones, y quizá el pueblo más puritano de la cuenca mediterránea.
La acusación de lujurioso –aplicada a césares, senadores, generales y aristócratas– aparece con alta frecuencia en los textos de los grandes cronistas romanos, como Livio, Salustio o Tácito. Lucrecia se suicida porque Tarquino la amenaza con decir que ha sido descubierta fornicando con un esclavo. Por lo demás, todos los ciudadanos que tenían esclavas de buen ver dormían con ellas cuando querían. El peligro de que sus esposas hiciesen lo mismo era que el pater familias cargase con bastardos. Nerón se hacía traer rodaballos del Atlántico, sirviéndose de un carísimo sistema de transporte que destripaba caballos durante el día y conservaba por las noches el pescado en hornos de cal rellenos de nieve. Pero el viaje duraba al menos una semana. Sin duda, Nerón digería un género que para nosotros sería infecto. En aquel tiempo, la plebe romana vivía de vales de economato, como ahora en Cuba, y esos dispendios resultaban tanto más odiosos para el moralizante historiador romano.
En conclusión, la ignorancia sigue ligando epicureísmo con orgías y ebriedad incontrolada, aunque sea una ética de sencillez casi puritana. Epicuro, pero es un moralista bastante más limitado que su maestro, Aristóteles. La matemática epicúrea del placer –en última instancia, no dejar que el corto plazo nos esconda el largo– es, por otra parte, un buen compañero para experimentar con toda suerte de cosas capaces de convertirse en dolores, como los afectos, las ideologías y las sustancias psicoactivas, donde ser incauto y tener baja la propia estima lo paga uno convirtiéndose en una piltrafa o un fanático. Siempre existe un justo término medio.